La liberación masculina

Soy madre de cuatro varones adultos que cuestionan, experimentan, gozan y sufren diversas maneras de ser hombre, con pocos modelos de identificación. Con eso –que no es poca cosa–, sumado a mi vida de pareja(s) y mis largos años de estudio y trabajo profesional con infinidad de hombres “al borde de un ataque”, me atrevo a navegar por la incógnita de cómo y desde dónde están viviendo los varones esto de que las mujeres modernas se hayan movido de lugar.

Ya lo dice mejor Sergio Sinay, -escritor argentino, especialista en psicología masculina y en vínculos humanos- en su libro Esta noche no, querida: “Apagado el fuego de la revolución sexual y superado el clímax de la liberación femenina, muchos se preguntan en qué papel ha quedado el hombre, o más aún, dónde está ahora la masculinidad”. ¿Será que en la respuesta de este planteamiento radica el futuro de las relaciones de pareja?

Sin duda, a muchos varones jóvenes, la manera de ser hombre de sus hombres cercanos –padres, tíos, primos, jefes, o vecinos– hoy no les hace mayor sentido ni replicarla les otorga buenos resultados. Y con certeza, para muchos varones mayores, sus modelos masculinos se vuelven obsoletos y sus privilegios de género se derrumban, y mientras sus mujeres toman nuevas posiciones, ellos se viven en completa desorientación.

¿De qué se trata ser hombre en pleno siglo XXI? Parece que con todo y los avances en estudios sociológicos y psicológicos seguimos arrastrando confusiones ancestrales y demandas obsoletas que nada tienen que ver con lo que los hombres de hoy requieren, anhelan y valoran. Aquello de la modernización acarrea un tejido de culpas, deberes, traiciones, y frustraciones que difícilmente los varones alcanzan a percibir, digerir y a descartar. Y ahí van por la vida sintiéndonos entre raros, malos, medio enfermos y defectuosos porque en ocasiones eso de “la naturaleza masculina” no les acaba de cuajar.

No hay duda que hombres y mujeres no somos iguales, tenemos diferencias biológicas notables, y sin duda los recientes estudios de las neurociencias señalan diferencias precisas que nos distinguen. Todas estas desemejanzas se pueden usar no sólo como atractivo erótico, sino como complementos que generan una suma de potencialidades cuando ambos sexos las conjuntan. Pero en el contexto social en el que vivimos, se genera una sistema de jerarquías que hace distinciones entre lo femenino y lo masculino que nada tiene que ver con nuestras diferencias biológicas; este dominio masculino ha dado origen a un sistema de jerarquías que se extiende hacia los ámbitos culturales, políticos y sociales, y que se conoce como Patriarcado.

El Patriarcado es un sistema sociocultural en el cual se considera que los hombres deben tener el poder y mandar sobre las mujeres, tanto en la familia, en el trabajo, como en la sociedad. Este complejo sistema de jerarquías ha generado efectos directos en la forma en que hombres y mujeres entienden su identidad y sus formas de relacionarse, no solo a nivel de pareja, sino con sus familias, en sus trabajos, con sus amistades, y en general con ellos mismos y la sociedad.

En una sociedad patriarcal como la nuestra, las características asignadas a los diferentes sexos, así como las conductas que se esperan de ellos, posicionan a los hombres y a las mujeres en categorías opuestas claramente diferentes y difícilmente conciliables: para “ser hombre” es necesario no hacer, ni decir, ni sentir como una mujer, y para “ser mujer” no se ha de desear, pensar, menos aún comportarse como un hombre. Estas distinciones de género son rígidas y generalmente no corresponden a lo complejo de nuestra naturaleza humana y a la flexibilidad de funciones, roles y experiencias que podemos vivir, sea cual sea el sexo con el que hayamos nacido. Las construcciones sobre lo masculino y lo femenino surgen, cambian –o no–  en las sociedades y las culturas. Son definiciones dinámicas y nada tienen que ver con la “esencia, instinto o naturaleza” femenina y masculina.

Así, la masculinidad significa cosas distintas en diferentes personas, a diferentes edades, en distintas épocas y sociedades; adquiere características particulares dependiendo de la clase social, del capital social y cultural, de la identidad étnica o religiosa, de la edad, la preferencia y/o identidad sexual y el momento de la vida que se está transitando. Existen, entonces, tantas masculinidades como varones, favoreciendo que no todos los hombres sean iguales. Sin embargo, en el contexto patriarcal que vivimos, la masculinidad se ha constreñido a unas cuantas conductas estereotipadas generalmente misóginas, prepotentes e incluso violentas. Una masculinidad impuesta desde esta ideología no sólo pasa factura a mujeres, niños, niñas y jóvenes, sino también a los hombres, dificultándoles o coartándoles oportunidades de vidas más dignas y plenas.

No es fácil para los hombres percibir con claridad estas imposiciones culturales dado que su aún posición de poder en la mayoría de las esferas económicas, políticas, sociales y familiares, pone de manifiesto las ventajas de ser hombre y esconde los dolores de una malentendida masculinidad. Los hombres hoy están atrapados en exigencias y mandatos que los inmovilizan, que los bloquean emocionalmente y que paralizan sus impulsos más genuinos al tiempo que impiden el despliegue de sus auténticos recursos.

¿Habrá otras formas posibles de vivir como varón que no exijan pobreza afectiva y aislamiento emocional? ¿Se podrá ser un hombre “completo” sin tener que abandonar ilusiones por dedicarse a producir y a proveer a destajo? ¿Será posible estar en contacto íntimo con otros hombres y desencontrarse menos con las mujeres?. La historiadora y filósofa francesa Elisabeth Badinter, autora de La identidad masculina y participante de los movimientos feministas de mediados del siglo pasado, reconoce que “la adquisición de la identidad masculina es ardua y dolorosa, mucho más que para la niña adquirir la propia”. No basta nacer hombre, ¡hay que hacerse hombrecito!

Las últimas décadas de transformación femenina son loables para la transformación de la plataforma en que se sustentan las relaciones humanas de hoy; pero no es suficiente si no se acompaña de un cambio de lo masculino. Mientras las mujeres hemos adquirido nuevas posiciones en la vida pública, los hombres se han ido desorientando más y más. ¿Cómo tomar conciencia e iniciar este trayecto?

Adquirir la identidad masculina es tarea ardua pero que no se logra asumiendo lo “femenino”: la “cara oculta” de la masculinidad no es la de una mujer. Entonces el camino hacia una masculinidad integrada consiste en:

1.- La posibilidad de los varones de expresar esos atributos que les han sido negados por haber sido considerados características “femeninas”.

2.- El reconocer y respetar los modos individuales y auténticos, no regidos por mandatos y creencias, de expresar dichos atributos masculinos.

Y a partir de esta autenticidad, cada sexo se encargará de construirse primero a sí mismo, y –si se quiere– de encontrarse de manera integrada, después.

Comparto con James Hillman, que el intento de recuperar esta masculinidad “es el primer proceso social posmoderno”. Por eso, a mí que no me digan que “la naturaleza dice” o que “la esencia clama”: muchas cosas de lo humano son producto de la evolución. Lo que sirve, se usa, lo que no sirve y no molesta ahí está, y lo que no sirve y estorba, con permiso. Es tiempo de ser el hombre que quieres y necesitas ser.

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