Las madresposas

“¡En el servicio se encuentra la alegría!”, me repitieron las monjas durante los doce años que transité con ellas, en escuela de puras niñas, mis estudios preuniversitarios. El acento de la aseveración combinaba un matiz de exhortación benevolente con una entonación de mandato culpabilizador. Y de ahí pa´l real (y sin encontrar muchas veces la alegría) puesta al servicio de los otros, con ganas y con culpa, con rechazo y con orgullo del “deber cumplido”. Aprendizaje intensivo –con todo y condicionamiento operante (“¡qué tristeza!” externaba mi madre cuando no prestaba algún juguete a mis hermanas” o “¡qué vergüenza!” refunfuñaba Sor Inés al ver que no convidaba de mi lunch… “qué egoísta”, “qué individualista”… qué, qué, qué…)- para priorizar los deseos e intereses ajenos, por encima de mis propias necesidades, gustos y anhelos.

 

 

No pienso que vivir para “yo, mí, me, conmigo” sea la quintaesencia de la felicidad, pero a dar y a darse se aprende con la vida, como proceso de maduración que transita de un egocentrismo infantil al genuino altruismo adulto, y no como prescripción celestial y social.

Siendo mi familia un grupo de cuatro hermanas, la hazaña de convertirnos en “mujercitas honorables y de bien”, sumaba a la labor de la escuela, y lo de vivir para los demás parecía lo más natural del mundo: mi tía cuidaba a mi abuelo, mis tíos simplemente la visitaban; mi madre atendía a mi padre (y se apresuraba nerviosa a llegar antes que él a la casa si es que estaba haciendo algo fuera del hogar), mi abuela había de reunir a la familia en todos los festejos y “fiestas de guardar”, así se sintiera cansada o tuviera que negarse a alguna invitación más atractiva para ella. Hasta que un buen día no sé cómo ni de qué manera mi cabeza fantaseó con la idea de que “si yo hubiera nacido hombre…., podría tantas cosas más”. No soy transgénero, no va por ahí, simplemente las limitaciones y demandas que me imponía el contexto ”por mi naturaleza femenina”  me pesaban de más.

Porque la vida de cada mujer –soltera, casada, profesionista, ama de casa, con o sin hijos, hermana, maestra, puta, sacrificada, y demás–  se sigue dando dentro de las reglas del juego de la hegemonía patriarcal. 

Y es que con todo y lo logrado por mis ancestras feministas, las mujeres seguimos viviendo opresión (más o menos velada) en campos diversos pero con características comunes. ¿Por qué? Porque la vida de cada mujer –soltera, casada, profesionista, ama de casa, con o sin hijos, hermana, maestra, puta, sacrificada, y demás–  se sigue dando dentro de las reglas del juego de la hegemonía patriarcal. Estamos rodeadas e inmersas en mitos, creencias e ideologías patriarcales (por no decir en francas relaciones de poder desequilibrado) que nos dejan sin entender cómo, ni cuándo, ni dónde, perdimos nuestra autonomía y entregamos nuestra libertad. Atrapadas en esquemas que nos aprisionan y a veces entre muros que nos limitan, y aun así, muchas veces  cautivadas  por el amor –o el poder, o la fuerza, o la amenaza– de un hombre que nos va “dar” eso que no nos corresponde por ser mujeres…

Pero entre peras y manzanas, avances lentos y algunos retrocesos,  las mujeres seguimos jugando un papel de madresposas, término acuñado por Marcela Lagarde –antropóloga, feminista utópica como ella se define, y luchadora incansable de los derechos de la mujer–. En su libro “El Cautiverio de las Mujeres” describe el término y habla de la opresión aún activa de las mujeres en nuestro mundo. Lagarde nos explica que el objetivo impuesto a la mujer, su supuesto destino y principal realización es el ser madre y esposa, pero no de forma separada, sino al mismo tiempo, por eso Lagarde construye el término madresposa.

Con o sin hijos, con o sin marido, la realización personal de la mujer se prescribe y espera ejerciendo esos roles. La maternidad se privilegia y exalta a cualquier costo: la salud, el desarrollo personal y profesional, la autonomía económica, e incluso una falta de vocación que impulsa en ocasiones a vivir una maternidad que le resulta empobrecedora, son cuestiones “menores” ante su “llamado” maternal y conyugal.

Pero lo curioso de esta maternidad, es que no sólo se impone a la mujer que tiene hijos, sino también a aquellas que no los tienen pero que en sus labores “de mujeres” se espera el cuidado a los demás. Su ser “de y para los otros” se expresa en su actividad de reproducción y en su servidumbre voluntaria; así, todo lo que implique domesticidad –como la preparación de los alimentos, cuidado de la casa, abastecimiento de la misma, atención a los enfermos, y por supuesto el cuidado emocional de los miembros de la familia, eso sin considerar la socialización de los hijos, mantener las redes familiares, y los apoyos comunitarios–  son enlistados como su responsabilidad. Fungen sin duda como madres en las relaciones conyugales también, inclusive dando asistencia maternal a su pareja: de ahí el sustantivo “madresposa”, que implica su doble rol.

El vivir para los demás, toda la vida, no puede menos que crear un hueco en el interior de las personas, en este caso las mujeres, que difícilmente se puede llenar complaciendo a otras personas a costa de los propios anhelos y valores. 

Lagarde señala que esta forma de vivir va acompañada siempre del deseo de ser amada, del deseo de ser sujeto y dejar de ser objeto. Este tipo de conducta lo despliegan solo seres infantilizados, con poca posibilidad de autonomía y de acción, en general personas oprimidas, dependientes vitales, siempre al servicio de los demás que son quienes tienen el dominio y dirigen la sociedad (los varones en general). Por eso, hoy más que nunca, –gracias a los avaneces en temas de equidad y libertad, a la celeridad de las comunicaciones, a la visibilización de la violencia y al develamiento y estudio del mecanismo patriarcal–  la mujer puede ver con mayor claridad la importancia de llegar a ser quien es, es decir, la importancia de encontrar el desarrollo personal dentro de ella misma, desplegando sus capacidades, virtudes, e intentando enfrentar sus defectos y temores. El vivir para los demás, toda la vida, no puede menos que crear un hueco en el interior de las personas, en este caso las mujeres, que difícilmente se puede llenar complaciendo a otras personas a costa de los propios anhelos y valores. Una persona que no se busca a sí misma, que no satisface sus necesidades y deseos más profundos, poco a poco va decayendo y despojándose de su auténtica humanidad. Así, la abnegación, la entrega, e incluso la tiranía maternal, son formas distintas de buscar un mismo fin: otorgarse a sí misma su lugar en el mundo, a través del reconocimiento ajeno de su valor como persona.

¿Cómo poder estar para el otro sin perderse a una misma? ¿Podrán estas nuevas generaciones compartir las funciones de cuidador/cuidadora y generar personalidades masculinas y femeninas más integradas? Yo, optimista crónica, confío que en eso estamos, a jalones y trompicones, pero con mayor conciencia y mayor responsabilidad. Y entonces sí, encontrar la valía del respeto y de la colaboración, de la flexibilidad de roles, de las negociaciones y de la verdadera satisfacción que otorga ese servir al otro desde la genuina entrega y no desde la imposición del sometimiento, el miedo, la carencia y la opresión.

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