Salirse de contexto

¡Me escapé unos días! Camino y camino por Ámsterdam (en la mente se me cruza la imagen de Forrest Gump corriendo, pero no: ni tan desaforada, ni tan adolorida del alma… ni con tantos seguidores), respiro un aire frío, ajeno… el viento arrebatado despeina mi cabeza. Escucho conversaciones, no las entiendo.

Observo construcciones sobrias, me reflejo en distintos canales a cada esquina. Miro aparadores centelleantes, personas caminando y bicicletas, ¡muchas bicicletas circulando!, y maniobras inusitadas realizadas sobre ellas: paraguas que se abren y cierran al ritmo de la lluvia, celulares tecleándose, niños montados sobre pecho y espalda del conductor, lecturas de folletos al vuelo y uno que otro dúo de ciclistas pedaleando en paralelo con animadas charlas… café incluido.

Integro las imágenes, las suelto y sigo caminando. Pausada y rítmicamente, camino y camino. El aire, que sopla fiero sobre mi cara, termina por conquistarme y empieza a darse en mí ese curioso prodigio, ése que en México de vez en vez extraño por lo imposible que me resulta experimentarlo en lo cotidiano: me descontextualizo. Experimento la sublime sensación de salirme de cualquier trama, de todo escenario, de cada representación; de no tener un referente puntual que me encadene, de prescindir de las miradas que me hacen ajustarme a cualquier rol.

No hay un texto que seguir: no soy madre, no soy amiga, no soy pareja, ni terapeuta, ni expositora, ni hija, ni hermana. Tampoco dirijo nada, no tengo que exhortar a nadie. Sólo soy mujer, con lo mucho que eso implica; pero, desligada de toda referencia, puedo ser a ratos lo que ya he sido y también lo que nunca he sido. Puedo ser lo que deseo y lo que detesto (al menos por un instante). Y sólo yo lo sé, y lo gozo…

Me expando, me desempolvo, me libero. Nadie me conoce, a nadie conozco, y en este paréntesis temporal me reconozco un poco más. ¿Tan liberador puede ser desapegarse del texto de los de más y reconocer, reescribir y apropiarse del propio?

En el silencio de los días, buceo en mis profundidades hasta que rescato partes únicamente mías. Y complacientemente experimento que empiezo a extrañar las miradas de los otros: reflejos que también me construyen, que también necesito. Pero cada día cuando despierto en la soledad de la distancia, me pregunto, como Marcela Serrano en Lo que está en mi corazón: ¿Puede haber una sensación más excitante (y atemorizante a la vez) para una mujer, que la de sentirse fuera del alcance de los demás, de los cercanos que la aman pero que simultánea y sutilmente la ahogan?

Por eso, de vez en cuando, como una escultora con cincel en mano, me retiro para tantearme a solas y rescatar lo oculto que, desde siempre, ha estado labrado en el centro de mi corazón.

¿Puede haber una sensación más excitante (y atemorizante a la vez) para una mujer, que la de sentirse fuera del alcance de los demás, de los cercanos que la aman pero que simultánea y sutilmente la ahogan?

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