Cuando la vida en soltería es tan plena, “¿Qué necesidad hay de compartir con un hombre?”, pero ¿Y si a mí me gustan los hombres?
Escrito por: Tere Díaz
Tiempo de lectura: 12 minutos
Tras un par de años de soltería y entendiendo mejor a tantas mujeres que quieren tener pareja y la buscan con cierta decepción- miro con una chispa especial a diestra y siniestra y consiento con secreto regocijo el deseo que recorre mi mente, mi cuerpo y mi corazón de tener más cerquita a un “santo varón”.
Aclaro, nada de boda y de eso de que “los tuyos y los míos…” ¡menos los nuestros! ni quiero ni puedo ya. Y es que – como dice Pilar Montes de Oca – “quien se casa dos veces, merece estar casado”.
Y no es que yo tenga particular aversión al matrimonio, opción muy respetable (de hecho dure 26 años en uno y no me resistía a que -con las condiciones adecuadas – hubiera durado más), pero los tiempos cambian, la vida con sus necesidades e intereses también, y no considero necesitar hoy “anillo, acta matrimonial, y menos convivencia domiciliaria” para vivir un buen amor.
¡Pero ah cómo he recibido señalamientos de amigas y “enemigas”!:
“Que para qué quiero un hombre teniendo una vida tan completa”, “que qué necesidad de meterme en problemas”, “que les recuerde para qué sirven los varones, ¡que a ellas ya se les olvidó!”, “que ya viví dos buenas relaciones y que cuándo voy a madurar”.
¿Madurar? Si justamente por la madurez es que uno puede elegir sin presiones, sin urgencias y sin complacencias cómo quiere plantear su vida. Además, lo que te gusta te gusta y lo que no te gusta pues a volar…
Entiendo de dónde viene tanto “sainete”. Y es que no puedo dejar de empatizar con un sector de mujeres agraviadas por años ancestrales de opresión, abuso y desilusión: yo misma podría citar diversos sucesos y algunos procesos de mi vida que ponen de manifiesto privilegios masculinos que nos dejan a las mujeres en una situación no solo desventajosa sino lastimosas también.
Tampoco puedo dejar de reconocer que en pleno siglo XXI ya hay un buen trecho andado en cuanto a igualdad de género;
esto se refleja en el lento pero sostenido debilitamiento del patriarcado y en concretos cambios en los roles y estereotipos de género que favorecen espacios mixtos de mayor equidad.
Pero falta mucho por caminar, de ahí la infinidad de cursos, talleres, libros, terapias, leyes y charlas que buscan apuntalar a hombres y a mujeres en esta transición; transición que nos tiene a unos y otras desorientadas y espantadas, tratando de construir a punta de “prueba y error” lo que nos funciona en la cama y en el corazón, y desechando -entre desilusiones y espantos- lo que nomás no.
Seguimos así buscando encuentros eróticos y amorosos que nos den más de lo que nos quitan, y que aporten satisfacción suficiente y opciones de crecimiento y placer.
No hay modo de no mencionar el típico de “los hombres no se comprometen”; y es que en esta transición no hay duda de que de eso algo hay . ¿Pooooor?
Las mujeres en general nos mostramos más disponibles emocional y sexualmente que los hombres, más propensas a desear el compromiso y la exclusividad; esto –como cualquier oferta de mercado – facilita que ellos controlen mejor las condiciones de los encuentros.
¡Si hubiera menos mujeres dispuestas a “dar sin condición y en abundancia”! Está bien que nos gusten los hombres, ¿pero de ahí a ceder, permitir, conceder y padecer?
La abundancia de opciones femeninas dificulta a los varones a crear valor en los encuentros, ya que sería justo la escasez y la distancia lo que podría generar valor. La persona más deseada tiene más poder, de ahí que los varones se cuestionen por qué agotarse en una relación si seguro pueden encontrar algo mejor.
Y es a que a nadie le gusta una batalla con un triunfo seguro, y en ese sentido los hombres sienten cierto rechazo hacia el exceso de poder sobre las mujeres, y eso les impide de alguna manera enamorarse, y por tanto comprometerse, y luego – si algo medio va saliendo- perseverar.
Solo el amor y el deseo conducen al compromiso que al mismo tiempo involucra la voluntad, esa estructura cognitiva, moral y afectiva que nos permite vincularnos con un futuro y renunciar a la posibilidad de maximizar nuestras opciones.
La mayor posibilidad de opciones, entonces, no facilita sino que inhibe la capacidad de comprometerse con un único objeto en una sola relación. Y sí, hay más mujeres disponibles, dispuestas, y deseantes, de cualquier edad, raza, clase y religión, que hombres en la misma condición.
Son estos y otros factores los que nos hacen caminar de “puntitas” en los territorios amorosos; y es que hoy no hay trayectos probados para llegar a “la tierra prometida” del amor. De hecho me pregunto: “¿Existirá el paraíso <amoroso> terrenal?”.
Nuestra cultura sostiene aún ideas románticas y por tanto irrealizables del amor que saltan fácilmente por los aires en un contexto pragmático, individualista, posmoderno, globalizado, con altas expectativas de gratificación y una decadente capacidad de tolerar la frustración.
El amor no todo lo puede, ni todo lo soporta, ni es eterno, ni es total: el amor humano es eso, demasiado humano, e imperfecto y limitado y con frecuencia temporal.
El amor infantil busca esa “satisfacción eterna”, el amor adulto –en cambio- siempre se queda con cierta insatisfacción.
Aun así pienso que se pueden construir amores “suficientemente” buenos, y no por ello mediocres: relaciones que aporten más tranquilidad que desasosiego, que abran puertas y no cierren oportunidades, que generen gusto y placer, y que complementen la vida y que aporten madurez.
A todo esto sumemos la ecuación tiempo: nunca la especie humana vislumbró vivir los años que se vive hoy. Y es que en la actualidad alcanzamos un promedio de vida muy largo que –sumado a la infinidad de factores que están en juego y a la velocidad de los cambios avasalladores- hace poco sostenible un solo amor eterno.
¿Será que las generaciones presentes habremos de vivir dos, tres o cuatro relaciones en el tiempo que transcurre nuestra vida?
Quizás cuatro parejas se antojan demasiadas, pero difícilmente nos agotaremos en tan larga existencia con una sola relación. Y esto no es ni bueno ni malo, es: aprendamos pues a bailar este “tango” con mejor estilo y menos riesgo de un resbalón.
“Lo que Dios – y la ley – ha unido”, hoy sí lo separará “el hombre” porque las elecciones amorosas conectan más con sentimientos vivos que con necesidades básicas de sobrevivencia, con anhelos de realización que con un deber ser y una coerción, con la atracción mutua y el deseo vivo del encuentro que con la anuencia de nuestra gente y la clase, raza o estatus de nuestra condición. Esta fragilidad de los vínculos de pareja – libres finalmente tras tantos años de luchar por la validación de las elecciones amorosas propias – produce miedo, recelo y decepción.
Así con “los puntos puestos sobre las “íes” – y en medio de tormentas y vociferaciones – regreso a mi gusto por los hombres y a tantas mujeres que están en parecida situación.
Y sin desacreditar a todas aquellas que se encuentran entre genuinamente lastimadas y filosamente resentidas, no puedo dejar de pensar que muchas de ellas, en su recóndito fuero interno anhelan – entre la resignación y el recelo – el acompañamiento de un buen amor.
Nadie dice que encontrarlo y cultivarlo sea fácil, ¿pero por eso hemos de desacreditar, descalificar, menospreciar la búsqueda, el deseo del encuentro, y con ello lo que un hombre nos puede aportar?
Va entonces una larga lista de aquello que no me puede dar ni mi bendito padre, ni mi querida madre, ni mi amorosa hermana, ni mis adoradas amigas, ni mis hermosos hijos, ni nadie más. Y miren que de todos ellos, y de otros tantos, recibo cosas hermosas, pero no, hay cosas que a mí solo un hombre me puede aportar.
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Observarlos – con premura o con detenimiento- me genera gozo:
indagar en su fisonomía, atender a sus gestos, descubrir sus modos… Experimento algo entre estético y poético al verlos moverse, conversar, reflexionar, sentir. Advertir su aroma, escuchar su caminar. Son mi objeto de deseo: me gustan, los veo; sí me gustan, los veo más, me gustan más…
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Su mirada me confirma como mujer.
Esa mirada discretamente curiosa y a la vez explícitamente deseante; esos ojos inquieto y penetrantes que aprecian nuestras diferencias y con ello afirman mi feminidad. Saberme escudriñada por ellos me arraiga gozosamente a mi sexo.
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Su masculina compañía me conecta a mi ser mujer y a dejar de lado los papeles de madre, hija, esposa, hermana. Puedo saberme mujer siempre, pero me despliego como tal al lado de un hombre, libre de roles femeninos que me encasillan en un papel.
Experimento un florecimiento “primitivo”, intuyo una complementariedad categórica: y para ello me basta ser quien soy, me basta ser mujer.
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El contacto piel a piel me alimenta.
Si bien puedo ser afectuosa físicamente a través de abrazos y caricias con muchas personas, el “trenzado físico”, el toqueteo, el contacto, el simple sentir el roce de su piel, más allá del erotismo y la excitación, concientiza mi cuerpo y me aporta un bienestar general. El abrazo de pareja contiene una intimidad y un derrumbamiento de barreras psíquicas que me nutre.
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El intercambio del juego erótico: esa danza de palabras, miradas, sonrisas, gestos, decires, roces, “ires y venires” me resulta un baile delicioso.
Con o sin encuentro sexual, la seducción y sensualidad estimula mi espíritu mediante la actualización de mi dimensión erótica, que si bien se monta en lo sexual, no se reduce a ello, lo integra al tiempo que tiñe todas las otras dimensiones de mi ser – la intelectual, la ética, la actitudinal -. El intercambio erótico genera en mí una vitalidad y un particular arraigo a la tierra.
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Me gusta el cuerpo masculino, y me gustan los penes, simplemente me gustan.
Me cuesta entender la falta de promoción artística a una lúdica y estética exposición del desnudo masculino que deleite los sentidos y la emocionalidad de quienes los apreciamos. En la cama, sin duda el preludio sexual es embelesante, pero un pene erecto, listo para una penetración sin protocolo es también una excitante provocación.
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Ser el deseo del otro es un gran generador de deseo.
Me gusta ser el deseo de un hombre no solo porque cabalgando sobre su deseo se agudiza el mío, sino también por el simple disfrute que me produce su gozo; ver el placer de su deleite en mí: con mi compañía, con mi cuerpo, con mi conversación, con mi presencia simple, es deleitable. Me deleito en su deleite.
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Siendo una mujer fuerte, amo la sensación de su fortaleza física y de mi cierta “debilidad”.
La cotidiana exigencia femenina para estar a la altura en un mundo aún competitivo patriarcal requiere de una postura sostenida de fuerza que termina siendo agotadora: permitirme soltar, soltarme, sentir que por momentos no tengo ni quiero poder, poderme recargar y sentir su solidez, es un placer.
Las mujeres que luchan contra la supuesta idea del “sexo débil”, sepan que estoy con ellas, pero esa lucha por la igualdad no me quita la profunda riqueza de recibir la contención de unos sólidos y apretados brazos masculinos.
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Su pensamiento práctico, concreto y resolutivo, al tiempo que ayuda a parar mi mente en momentos de excesivo “futureo” y obsesivo escudriñamiento, me estimula a pensar, mirar y entender la vida dese perspectivas diferentes.
Su pensar y sentir concluyente puede contener un río de ideas que de pronto fluyen disparatadamente de mi cabeza y facilitar darles foco, forma y dimensión. Además de mi ser mujer, mi vida ha estado rodeada -por mi profesión tradición, familia, educación- de mujeres y en un sentido mi óptica se puede hacer extremadamente sesgada. Su estilo más lineal y racional me suma y amplía mi visión.
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Su presencia me reta a desbancar roles pasivos de género, abre en mi posibilidad de ser proactiva, provocativa, actuar y vivir mis propios valores.
Tomar la iniciativa –en la cama y en la vida- me invita a ver sus reacciones, conocer, conocerlos y reconocerme. Rastrear su sorpresa, sumar a su vida, y al final, de alguna forma, desafiar lo establecido e intercambiar el timón en las diversas facetas de la vida.
Si bien esta es mi experiencia, sobra decir que las parejas heterosexuales empiezan a dejar de ser la norma, codo a codo compartimos con amigos, familiares, colegas que viven diversidad de intercambios amorosos – homosexuales, bisexuales, poliamorosos, y demás -.
Ni qué decir de los modelos de familia que permiten intercambiar funciones y dejar de lado “los mandatos de la naturaleza” que “determinan” a las mujeres a ser madres y a los hombres a proveer.
Es evidente que somos tanto más flexibles en funciones y aficiones de lo que nos enseñaron nuestros abuelos, y así, sin saber si lo que me pasa a mí con los hombres le ocurre parecido a otros con sus objetos de deseo, yo he hablado desde mis propias preferencias: “ellos”, a quienes con todas sus “metidas de pata” y falta de actualizaciones, defiendo desde mi “ronco pecho” por lo mucho que me estimulan y la buenaventura que generan en mí.
Pero dejo abierta la pregunta sobre qué de lo dicho aplica a otras preferencias sexuales, qué habría que dejar fuera de la lista y qué tanto más se necesitaría adicionar.
Intuyo –en tanto que estamos como especie humana hechos de la misma pasta- que algo de lo que experimento desde mi preferencia heterosexual le ocurre a todos mis congéneres, pero distinciones de lo que experimenta un hombre heterosexual con la presencia de una mujer, o un hombre o una mujer homosexual con su objeto de deseo, y a otros tantos que oscilan entre lo uno y lo otro, sería tema para explorar y precisar.
Diversas posibilidades erótico amorosas quedan excluidas en este texto.
Indago y divago queriendo entender la complejidad de mi deseo: la contradicción que me genera la lucha por la paridad con los hombres y a la vez cierta dificultad a renunciar a mirarlos con crecida admiración La igualdad, si bien es una conquista y facilita el desarrollo y el posicionamiento activo de nosotras en muchas áreas de la vida incluyendo la vida de pareja, en la intimidad produce cierta incertidumbre y ambivalencia:
¿Me desea o no? ¿Se quedará o se irá? ¿Acaso le soy suficiente?¿Será esto lo que funcione o nos llevará a la disolución?.
Quizás el anhelo perdido de esa complementariedad engolosinadora es – en palabras de Eva Illouz en su libro Erotismo de Autoayuda – “una añoranza del patriarcado y no por la dominación en sí, sino por la cohesión de los vínculos emocionales que implicaba”.
En los vínculos de antaño, los hombres recibían los servicios domésticos y sexuales de las mujeres y a cambio les daban su protección (incluso con el propio cuerpo). Sin duda era un sistema desigual basado en relaciones de recíproca dependencia que al tiempo de los costos que conllevaba generaba algunas formas de placer: la claridad de los roles que implicaba y el consiguiente “natural” adhesivo emocional del intercambio de las complementarias “esencias” masculinas y femeninas.
La igualdad tan trabajosamente conquistada produce –en cambio y afortunadamente- libertad.
La conciencia y ejercicio de los propios derechos y necesidades permiten un despliegue de potencialidades antes impensables, pero al mismo tiempo pueden entran en conflicto con los del otro, y por tanto poner en entredicho la antes inquebrantable vinculación.
La igualdad, con todos los beneficios que acarrea, requiere de muchos más procedimientos –entre consentimientos y negociaciones- que en algún sentido debilita la chispa del erotismo y la sensualidad: estamos más elaborando un convenio que planeando una aventura con o sin acostón.
Y esto es por lo que hemos luchado, pero la transición tiene sus “estiras y aflojes”, y sus costos en términos de “primitiva” y fusional pasión.
Pareciera que de algún modo la masculinidad tradicional sigue generando cierto placer, más en la fantasía de la intimidad, en el intercambio uno a uno, que en el acotamiento real del que venimos huyendo por lo que ha implicado en el ejercicio de nuestra libertad.
Siguiendo esta línea, críticos literarios del corte de Daphne Merkin – también novelista y ensayista – afirman que los hombres que han integrado bien las lecciones del feminismo, a un nivel pierden cierta franqueza y vigor en el sexo, y ante esto, muchas mujeres añoran una forma masculina más estilizada, más segura de sí misma y más lúdica.
Pues sí, el tema da para darle la vuelta por muchos lados, yo prefiero resaltar que estamos en una transición en donde no existen – ni existirán más – esquemas amorosos claramente trazados, y por tanto toca entender las nuevas geografías del corazón con más curiosidad y menos desazón.
Antaño bastaba ser hombre o ser mujer para entender claramente en qué posición nos correspondía colocarnos en la vida – ya en la cama – y cómo debía uno proceder; ¡y ay de aquel que se desviara del camino! (el del matrimonio heterosexual –de preferencia con juez y cura- para toda la vida) porque maldiciones, culpas y señalamientos caían sobre él.
¿Pero a todo esto, cómo hemos de posicionamos hombres y mujeres partiendo de nuestras diferentes situaciones y condiciones?
Pues a disponernos – con riesgos medidos – a cuestionar prejuicios limitantes, desbancar creencias añejas, y experimentar, caernos, aprender del “sopetón” y repuntar. ¿Cómo? Curiosos, abiertos, responsables, reflexivos, cautos, fortalecidos y proactivos. A amar se aprende, y a conocernos para entender la danza y elegir mejor, también.
Y a mí me disculparán por insistir en lo mismo, con todo lo que disfruto sostenerme sola, elijo –cuando las condiciones lo permiten- soltarme y dejarme “poseer”. Y es que me gustan los hombres que de manera masculinamente “estilizada” le pierden miedo a mi libertad y a mi 1.80 de estatura, e integran la gracia sólida y lúdica de hacerme sentir su fuerza, su deseo, su protección, y también su vulnerabilidad.
Despliego pues junto con ellos la capacidad de vulnerarme, de dejarme rendir y cuidar, y guardo en el cajón –por tiempo suficiente – la ansiedad, la negociación, la incertidumbre “de nuestro mal de amores” y me dejo gozar en esa experiencia que es – para mí – una probadita de cielo con muchos rayitos de sol.